miércoles, 15 de diciembre de 2010

Los tiburones no dicen «lo siento»

       Había una vez un mar en la Luna, que era el auténtico Mar. Las gotas de su agua eran granos líquidos de una arenilla gris, que unas veces tenía el color de la plata, y otras, cuando la alcanzaban los rayos del sol, devolvía destellos de un dorado semejante al del atardecer en la Tierra. Bajo la superficie, ignorada generalmente por la mayoría de los seres lunares, se levantaban colosales ciudades de alga y coral, donde vivían y soñaban las más insospechadas criaturas. Pero, de entre todas ellas, ninguna era más hermosa, grácil y esquiva, ninguna levantaba más intensas pasiones y más enconados odios, que las sirenas de cola violácea. Eran, entre otras muchas cosas, las nadadoras más rápidas del Mar entero; mucho más que los atunes, cuando, tenaces, los acosaban los pescadores; y mucho más, por supuesto, que los engreídos delfines, que siempre andaban tramando alguna maldad. Se divertían con juegos absurdos en los que enredaban a las morenas y las anguilas, y con sus dulces cánticos adormecían a los habitantes del fondo mucho antes de que llegara la noche, para así tener el mar para ellas solas cuando salían de fiesta.

       Un día, el Emperador Submarino, que desde tiempo inmemorial había gobernado las leves, medianas y abisales profundidades, encomendó a las sirenas la suprema misión de proteger y mantener ocultos los cándidos túneles del Secreto –ya desvirgados, siglos atrás, en la Tierra–, a fin de evitar que nadie, nunca, a propósito o por error, diese con ellos y echase a perder las Sorpresas. Mucho se alegraron éstas al saber la confianza que el soberano depositaba en sus virtudes, que, por otra parte, nunca se preocuparan demasiado en cultivar, sino que les venían tan naturales como la risa o el rubí de los cabellos. Sin embargo, aunque grandes en verdad eran, a partes iguales, la inteligencia y la agilidad de estas doncellas de morado apéndice, se contaban entre las más débiles y delicadas de la acuática fauna, por lo que recurrieron a la ayuda de los más inesperados aliados que cupiera imaginarse: los tiburones.

       Persuadidos, quién sabe por qué razones, los escualos, con sus inagotables filas de dientes renovables, su esqueleto flexible y músculos que jamás, pasase lo que pasase, conocían la fatiga, se convirtieron en los mejores y más temidos defensores del anonimato de las recónditas cuevas. Pero, si bien es cierto que eran, sin discusión, los más fuertes y valientes, no lo era menos que también los más tontos entre los tontos. No en vano, un pulpo, que una vez visitó los océanos de la Tierra y, por descuido, algún que otro acuario, y había conseguido regresar para contar la hazaña, habiendo atesorado durante su estancia muchos y muy interesantes conocimientos sobre las terrestres costumbres, extendió la moda de referirse a los tiburones como los borregos del Mar, por aquello de que, donde uno iba, todos le seguían. Las sirenas cuidaron bien de que nunca escuchasen estos tales palabras; o, si las sentían, convencerlos de que, en realidad, se trataba de gentiles halagos mal comprendidos por ellos.

       Pero ocurrió que una flaqueza menos famosa, y aun así más peligrosa que las antedichas, que no era otra sino la temeridad, pronto vino a confundir, trastocar, y, al fin, arruinarlo todo. Así pues, cuando de vez en vez algún tiburón volvía magullado de una pelea, las sirenas limpiaban sus heridas frotándolas con medusas, y las tapaban con esponjosas estrellas de mar, y, animados ambos por la íntima desenvoltura de tan cercano trato, terminaban haciendo el amor los unos con los otros, de forma que se completaban, tomando, ellas, algo de seguridad y fortaleza, y sintiendo, ellos, la certeza de la vulnerabilidad. Y como fuese que, cada vez con mayor frecuencia, alegremente se entregaran a estos entretenimientos gratificantes, sin saber muy bien de qué manera ni exactamente en qué momento, una chispa prendió en los corazones de las sirenas, de suerte que éstas se enamoraron perdidamente de tal o cual tiburón.

       Para mayor desgracia –pues desgracia son todos los amoríos en la Luna–, cuando estos olían el perfume de la sangre hirviente agitarse en el pecho de sus damas, un ansia frenética se encendía también en ellos, invadiéndoles y nublándoles hasta la mínima luz de su discernimiento, despertándoles los más prístinos instintos, por lo que acababan acometiéndolas, dándoles muerte y devorándolas. Pero cuando el hambre pasaba y un pececillo, al limpiarles las fauces, sacaba de entre los terribles filos una resplandeciente escama púrpura, los tiburones la miraban y encogían las aletas con indiferencia, porque, tontos entre los tontos como eran, ya lo habían olvidado todo.

       Con el tiempo, cuando ya no quedaron más sirenas y nadie hubo que se atreviera a recordar a los fieros guardianes la tarea en que se habían comprometido, los accesos fueron abandonados y el velo que los cubría finalmente cayó. Entonces, los hombres aprendieron a subir a la Luna y los descubrieron. Penetraron hasta lo más remoto de sus galerías, explorando los misterios, y, cuando obtuvieron las respuestas, ya nunca más fue posible lo Imposible.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Un plan

Tengo un plan.

El próximo día 20 de diciembre descolgaré el teléfono y marcaré un número. En otro punto de la ciudad se oirá la llamada y alguien contestará. Se trata de un hombre de cincuenta y cinco años, calva reluciente y traje barato, que se llama J. Éste, a su vez, tras buscar en el altillo de su casa una bolsa que dejé allí escondida, viajará en tren trescientos kilómetros hacia el noroeste. Durante el trayecto irá repasando una lista de acciones bien estudiada, cuya repetición, más adelante, habrá de serle primordial para tener éxito. En la estación le estará esperando una mujer vestida de azul, con una flor naranja a modo de tocado. Llevará un maletín negro. J. le mostrará la bolsa abierta y, si todo está correcto, como sé que lo estará, ella asentirá y le entregará el maletín. Luego, una vez la haya perdido de vista, arrojará el contenido de la bolsa en una papelera, pero no se deshará de ella aún, sino que la guardará en un bolsillo. Esperaré una hora a partir del momento de la llegada del tren y, entonces, volveré a llamarle. Le recordaré una vez más que no está autorizado a abrir el maletín, y que responde de él con la vida. Le aconsejaré tomar un café y relajarse, dejar pasar un rato hasta que empiece a atardecer, cuando deberá caminar hasta cierta calle, detenerse frente a cierto portal, pulsar el portero electrónico de cierto piso y oír la palabra tentáculos. Abrirán la puerta y pasará dentro. Allí verá un pasillo estrecho que termina en un recodo, pasado el cual se llega a un amplísimo recibidor de estilo victoriano con muebles de época y varias esculturas de escayola. Hay una mesa, la única pieza de la estancia que no casa con el resto del lugar, de color verde azulado, sobre la que se sienta un niño que apenas aparenta los doce. Chasqueará los dedos tres veces si hay alguien cerca de allí en ese momento. Si todo está despejado, lo hará sólo dos veces, y será la señal para que J. le presente el maletín. Pondrá mucho cuidado en hacerlo como si se tratara de una bandeja de canapés, con la misma delicadeza y, por incomprensible que pueda parecer, con idéntica intención. Entonces, el chico dirá ¡caracoles!, y descorrerá una cortina de damasco rojo que coquetamente oculta el acceso a unas escaleras que suben. Las seguirá hasta contar ciento veintiocho peldaños. Es vital que preste toda su atención a esta cuenta, ya que cada dieciséis escalones hay una puerta a la izquierda, sin numerar, y llamar a la equivocada supondría terribles consecuencias para todos los implicados. Al llegar a la que sin la menor sombra de duda es la correcta, golpeará suavemente con la yema de los dedos hasta en cinco ocasiones, dejando un espacio entre golpe y golpe de siete segundos exactos. Del interior surgirá una voz agrietada de anciana achacosa, que preguntará con insistencia si se trata del cartero. J. responderá , con convicción, y la puerta se desplazará una cuarta. Oirá entonces unos pasos y no cruzará el umbral hasta que deje de sentirlos. Pasará, sin cerrar, y caminará a lo largo de lo que a primera vista le parecerá una galería de espejos, de todos los tamaños y diseños posibles, cada uno con un nombre propio debajo en letras mayúsculas, escritas a fuego en la propia pared empapelada. Llegará a una salita, más bien pequeña, donde tendrá que identificar a la mayor rapidez los siguientes elementos: una lámpara, una radio antigua, un bonsái, un libro fuera de su sitio, un vaso de agua medio lleno y una cabeza de madera para pelucas. Si uno o más de uno de los citados objetos no fuese visto en la sala, abandonará la casa inmediatamente. Si alguno estuviese roto o cubierto con una tela negra, abandonará la casa inmediatamente y me llamará. Si todo está en perfecto orden, pasará de la sala a la cocina, donde la octogenaria dueña estará preparando un guiso de carne y zanahorias. Habrá llegado el momento de depositar el maletín, preferentemente sobre una silla o en la mesa. Sujetas a la nevera con imanes habrá varias notas. La que interesa es aquélla que sostiene una langosta de patas móviles, donde están escritos un nombre y una cifra, que memorizará. Antes de salir se fijará en las zanahorias que la mujer ha dejado sobre la tabla de madera, junto a los fogones. Si están enteras, significará que no hay peligro. Si están cortadas, la seguridad no estará garantizada y será mejor abandonar el edificio por la escalera de incendios. Sea como fuere, una vez de nuevo en la calle regresará a la estación, tomará el tren de vuelta a la ciudad y vendrá aquí a informarme. Una vez los datos estén en mi poder, con un tono amable y tranquilo, al tiempo que le ofrezco una copa, le pediré que me devuelva la bolsa de plástico que dejé en su casa semanas atrás. Esperaré a que termine de dar el primer sorbo y le taparé con ella la cabeza, disparándole luego en la sien, dos veces. Esconderé la pistola, desnudaré el cadáver, le arrancaré con unas pinzas el dedo medio del pie derecho, que pondré en el congelador, y saldré de allí sin más demora. Me estarán esperando con un coche de carrocería gris en la puerta, cerca de la parada del autobús. Entraré y me acomodaré en el asiento trasero, donde un hombre con una máscara blanca me pedirá, por favor, que le diga el nombre y la cifra. Se los diré, claramente y sin titubear, sin añadir nada más hasta que lleguemos a nuestro destino. Estará ya a punto de amanecer. Me entregarán un abrigo y una llave, dejándome luego allá donde el coche se haya detenido, es decir, al comienzo de un sendero que va a morir en una cabaña cerca de un río, a cuarenta y cinco minutos del centro de la ciudad. Recorreré el camino, abriré con la llave, entraré en la cabaña y, sin habérmelo puesto, colgaré el abrigo en el perchero que encontraré justo en el centro del diáfano habitáculo. En uno de los bolsillos, no sé en cuál, habrá un sobre, un fajo de dinero y una linterna. Guardaré los últimos para cuando necesite utilizarlos y abriré el sobre, de cuyo interior sacaré una fotografía doblada. En ella aparecen dos hombres sentados en un banco, de aspecto juvenil, aunque la imagen parece haber sido tomada hace varios años. En el revés leeré un fragmento de un poema, sin rima, del que tendré que apuntar las últimas letras de cada verso, que formarán un mensaje con mis instrucciones. No deberé esperar mucho antes de que alguien llame a la puerta. Yo diré ¿es la cena?, y desde fuera contestarán y ya se enfría. Introduciré el dinero por la ranura del correo hasta el otro lado. Abriré cinco minutos más tarde para recoger del suelo un elaborado reloj de arena, de cristal tallado encerrado en una estructura de ébano afiligranado de marfil. Lo voltearé y, completamente quieto, pausando la respiración, evadiéndome de la realidad que me rodee, observaré caer el tiempo grano a grano, hasta que el plazo se haya consumido. Encenderé la linterna y saldré de la cabaña, con el abrigo bajo el brazo, para seguir la línea de árboles que se pierde más allá del nacimiento del río. Hacia la mitad de la ruta tomaré la bicicleta que dejara preparada en la última visita a la zona, encadenada a una piedra, y pedalearé en dirección a cierto claro del bosque. Haré una pequeña hoguera y la mantendré viva hasta que asomen las primeras estrellas. Mi pensamiento huirá entonces a la memoria de otras noches, de demasiadas noches, de excesivas noches perdidas bajo el cielo, confiado en sonrisas estatuarias, serpenteando entre faroles y señales de tráfico, tratando de extraer algún sentido, como tantos idiotas, al vuelo de una polilla alrededor de un cuenco de luz. Y dormiré, con la certeza de que, al despertar, aún estará oscuro y el fuego habrá prendido más allá de las pocas ramas, hasta la hierba húmeda. El humo negro alertará a dos hombres que, desde minutos antes, permanecerán apostados en un embarcadero al otro lado del río. Montarán en una lancha, cruzarán el cauce y llegarán hasta mí. Apagaré la linterna y la pondré en la mano extendida de aquél que lleve una escopeta. Al otro, le entregaré el abrigo. Hablaremos un buen rato sobre la localización de la mercancía y les explicaré, minuciosamente, cómo deben hacer para recuperarla sin trabas de ningún tipo. Luego, tras darme la vuelta para regresar a la cabaña, recibiré un tiro en la espalda y moriré en pocos segundos.

Es un plan infalible.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Bright Lake

‒Me alegra que hayas podido venir tan pronto. Estaba muy impaciente por contarte lo que me pasó anoche. Pero antes, permíteme un segundo… ‒X. B. Fahrenheit se abrió la chaqueta y extrajo, de un bolsillo interior, un paquete de pretzels que puso sobre la mesa. Ofreció uno a Myriam, pero ella no tenía hambre, o tal vez, no tenía, aún, demasiada confianza. ‒Se trata de un sueño ‒prosiguió. ‒Camino por un pasillo. Lo reconozco inmediatamente: es el de la segunda planta de mi hotel, y al fondo está mi habitación. Apenas me tengo en pie de lo cansado que estoy. Estoy tan cansado que ni te lo puedes imaginar. Así que entro, me siento sobre la cama y, cuando me quito los zapatos, me doy cuenta de que ya estaba dormido.

‒¿Cómo es eso? ‒preguntó Myriam, un poco trastornada.

‒Son los calcetines. Los calcetines que llevo son de color rojo. Debes saber que me apasionan los calcetines. Me gusta tanto la palabra como el objeto que representa. De pequeño, recuerdo que me pasaba horas jugando con los calcetines de mi madre. Ella era costurera y acostumbraba a zurcir los de toda la familia, por lo que siempre estaba rodeado de ellos en todo momento. Cogía uno, me lo ponía en la mano e imaginaba que era una criatura fantástica, que hablaba conmigo y me contaba cosas sobre otros mundos. Echo de menos esos días; pero, hay algo que aún sigo haciendo desde entonces. Una costumbre que, con el paso de los años, me ha resultado tremendamente útil.

‒¿De qué se trata?

‒Debes saber que, pase lo que pase –y aquí hizo una pausa y mordisqueó la punta de una de las galletitas saladas –nunca salgo de viaje con menos de una docena de pares de calcetines. Haga frío o calor, en invierno o en verano, me es igual; simplemente tengo que llevármelos. Pues bien, cada mañana, antes de empezar el día, selecciono los calcetines que me pondré, y siempre, siempre, dejo los de color rojo, incluso aquellos que tengan la menor costura con hilo rojo en su dibujo, para la hora de dormir. Puede decirse que es una superstición, aunque no creo en esas cosas. Con frecuencia veo lo poco fiables que son sus garantías –entonces, se echó hacia atrás en la silla y se balanceó con los pies, arriba y abajo, mirando el batido de fresa que alguien había dejado a medio acabar en la mesa de al lado.

‒¿No es posible que ese día te equivocases y te pusieras los calcetines rojos por error para ir al trabajo? –dijo Myriam, que trataba de adivinar qué llamaba su atención, aunque él ya había vuelto hacia ella la mirada.

‒Lo dudo mucho. Soy demasiado concienzudo con ese tipo de cosas. Es más: incluso te diría que soy obsesivo. De todas formas, lo que me ocurrió después confirma que verdaderamente estaba dormido. Que soñaba. Porque, de lo contrario, tendría que recurrir a un especialista, y sé que eso, amén de llevarme más tiempo del que dispongo, no me iba a gustar en absoluto. Pero, tranquila: no hay peligro. Aún sé diferenciar el sueño de la vigilia.

‒Cuéntame lo que viste ‒suspiró.

‒Claro. Es lo que quería hacer, pero necesitaba que tuvieras todos los detalles previos, para que pudieras comprender mejor lo importante que esta visión ha sido para mí –llamó a la camarera con un gesto y, cuando la muchacha se acercó, pidió cuatro lonchas de bacon muy hecho, patatas y un cortado. Volvió a mirar de soslayo el batido en la otra mesa, y se esforzó por no interesarse más en ello, pero algo dentro de sí parecía revelarse, obligándole constantemente a girar la cabeza como si fuera a perderse un acontecimiento trascendental. Myriam le acarició la mano, creyéndole preocupado –No es nada. Ahora, escúchame. Préstame toda tu atención y no digas nada hasta que haya terminado. Tienes que escuchar cada palabra como si fuesen las últimas que fueran a salir de mis labios. Verás, en el sueño estoy en un lugar iluminado por una lámpara que cuelga de arriba, aunque no puedo ver el techo ni las paredes, pero la luz amarilla enfoca perfectamente la mesa a la que estoy sentado. Frente a mí hay un hombre vestido con traje negro. Sé que le conozco, pero lleva puesta encima una cabeza de caballo de plástico. Sorbe el agua de su vaso a través de una pajita. Dice mi nombre. Luego, me indica con la mano que mire a mi espalda…

‒¿Y? –se atrevió a preguntar ella un rato después al advertir que Fahrenheit detenía el relato. Le habían dicho que solía hacerlo a menudo, como si su memoria le traicionase ocultando ciertos recuerdos en rincones de difícil acceso, que aparecían luego en el momento más inoportuno, interrumpiendo el curso natural de las palabras. Comoquiera que éste no le respondía ni proseguía en su narración, Myriam decidió esperar a que retomara el hilo mientras buscaba en el bolso el espejito y el lápiz de labios. Repasó las comisuras presionando con fuerza, sintiendo el filo de los dientes bajo la superficie carnosa, a poco ya de la primera incisión. Rojo cerca del agua, recordó de repente, y la boca se le llenó de saliva que hubo de tragar rápido, antes de que se le escurriera. Procuró centrarse y evitar pensamientos comprometedores. Cogió un pretzel y siguió esperando.

–… pero no hay nada allí –continuó Fahrenheit. –Al principio, cuando me vuelvo para mirar, no veo nada. Pienso que quizás se trata de una broma, teniendo en cuenta quien es mi interlocutor, pero aun así no me giro. Aguardo. Aguardo con la certidumbre de que algo va a suceder, justo ahí, ante mis ojos. Y en efecto, como si fuese mi propio deseo quien la conjurase, aparece una mujer. Va vestida con una falda gris, larga, y una camisa beige de encaje. Monta una bicicleta antigua; ya sabes, una Penny-Farthing, de esas que tienen la rueda delantera enorme y la trasera muy pequeña. Está dentro de un cilindro de madera, forrado de espejos, que gira al pedalear, enviando reflejos blancos en todas direcciones. En cada reflejo creo observar unos números, pero se mueven demasiado deprisa para que pueda fijarme en ellos. La mujer, no obstante, permanece ahí, sin avanzar ni retroceder, regalándome una amable sonrisa. Su expresión es dulce y despreocupada. Se diría que no conoce temor alguno, que está en paz con el mundo entero. Deja traslucir una emoción que provoca en mí un ambiguo sentimiento de envidia, mezclada, tal vez, con una compasión macabra, si es que algo así es posible. Luego…

–Su bacon y su café, señor –la misma camarera regresó con el plato del (segundo) desayuno, dejándolo tan cerca de Fahrenheit que, debido a la inercia, una patata frita a punto estuvo de saltar sobre su corbata. Seda azul ultramar y nudo doble Windsor. Azorada, la chica se apresuró a limpiarle, pero él la tomó por la muñeca, procurando no parecer demasiado directo ni mucho menos agresivo, y le susurró que no hacía falta. –Discúlpeme señor. No sé qué puede haberme pasado. De verdad que no lo entiendo. He ensayado. Puede usted creerme: he ensayado miles de veces, y casi siempre lo hago bien. Nunca meto la pata como ahora. Intento mejorar cada día para que no me pase, llevando las bandejas de las otras chicas para tener más oportunidades de batir mi marca, de sentirme un poco más orgullosa de mí misma; pero, al final, termino por estropearlo todo. Ya no sé qué hacer, no sé qué hacer, no sé… –atropelladamente repitió la misma frase hasta que perdió el sentido, mientras su voz iba ascendiendo a tonos más y más graves. Tomó la patata culpable del plato, la estrujó entre los dedos con furia y se restregó el puré por la cara, masticando lo poco que le había entrado en la boca, pateando el suelo hasta romperse las sandalias y chillando: «¡niña mala!, ¡niña mala!». Se recompuso y pidió nuevamente disculpas, esta vez, tratando de hacerse entender entre accesos de risa nerviosa. Se alejó de espaldas y desapareció.

–Luego, esa visión se esfumó y dio paso a una escena de lo más inquietante –reanudó X. B., sosteniendo con un dedo la cucharilla del café sobre el borde de la taza. –De una neblina carmesí surgían unos escalones de mármol, formándose de la nada hasta llegar a unos metros de mí, donde, sentado en un cojín de pinta oriental, ahora me miraba un cerdo. Era gordo y sonrosado, con pezuñas enanas, dotado sin embargo de unos ojos y unos dientes que recordaban vagamente a los de una persona. Esa apariencia tan… tan real, fue lo que me sorprendió –y, de nuevo, hizo una pausa.

–¿Quieres decir que conocías al cerdo?, ¿lo habías visto antes? –Myriam creyó empezar a intuir el rumbo al que apuntaba aquella ilación de ensoñaciones; y además, empezaba a impacientarse. Recordó la forma en que la mirada de Fahrenheit se había perdido minutos antes, y rastreó a su alrededor sin moverse, por ver si encontraba alguna huella de ese vistazo. Pero él volvió a hablar justo antes de toparse con la gran copa rosa.

–Igual no en ese cuerpo ni en ese color, pero estaba seguro de que aquel no era un rostro que yo contemplaba por primera vez. Como, por otra parte, también estaba seguro de que, para él, yo no era ningún desconocido. Me levanté de la silla para acercarme, con confianza, y pregunté: «¿dónde nos hemos visto?», a lo que contestó: «a los niños malos sus padres no les regañan por romper la pecera». Empezó a sonar una música suave antes de que pudiera reaccionar. Era una melodía muy famosa, aunque ahora la he olvidado –golpeó la mesa con los dedos, llevando el ritmo mientras tarareaba unas notas que era incapaz de continuar llegado a un punto. –No sé cómo seguía a partir de aquí. ¿No te suena?

–No me atrae demasiado la música onírica. Soy más de folk –respondió ella con sorna. Estaba embobada con las espirales de espuma que se formaban sobre la superficie del café de Fahrenheit, y el hecho de que éste la hubiese apartado un momento de su distracción con tan peregrina pregunta, en alguna medida, la había molestado como no hubiera podido imaginarse.

–Lástima –dijo él, caso perdido para la ironía –También yo prefiero otro tipo de música, pero, en tales circunstancias, no es fácil adecuar la situación a los gustos personales de cada uno. En fin. Volví a preguntar al cerdo sobre dónde nos habíamos encontrado, y en esta ocasión me dijo: «si los delfines estudian hermenéutica, ¿de qué sirve la inmortalidad?». Yo estaba tan confundido como antes. Después, quiso saber si tenía alguna pregunta más, y sin saber exactamente por qué, contesté que no –con el tenedor ordenó las lonchas de bacon para que formasen un cuadrado, para luego, una a una, pasar todas las patatas al centro. Sonrió, pinchó una y comió. ‒¿Sabes, Myriam? Si hay algo que me guste de este restaurante son sus patatas fritas. Tienen un toque especial, un sabor completamente distinto al de todas las demás. Llevo mucho tiempo viniendo a desayunar aquí y creo que ya sé lo que es. Un punto muy sutil de pimienta. ¿No te habías fijado?

–Sólo es la segunda vez que vengo a comer aquí, y nunca he pedido patatas –respondió, displicente, mientras él le acercaba el soporte metálico del salero y el pimentero.

–¿Ves? Estos recipientes son idénticos, por lo que no es de extrañar que, alguna vez, alguien en la cocina los haya confundido, y rellenado con sal el que debía ir con pimienta, quedando una pizca de condimento anterior mezclada con el nuevo. Cierto que hace falta tener un sentido del gusto muy entrenado para darse cuenta, pero a mí me viene de nacimiento y es casi automático. ¡Dios!, ¡cómo me gustan estas patatas!...

‒Ajá. ¿Y no has soñado nada más? ¿Mantas rayas voladoras con motas fucsia? ¿Peluches gigantes friéndose en sartenes, también gigantes? ¿Una margarita inteligente floreciendo en una cubitera de hielo?

–No; eso fue todo. Me desperté esta mañana y vi que seguía vestido. Me di una ducha, me cambié, pasé una hora revisando mis últimas notas sobre el caso y vine aquí –mantuvo esa sonrisa de satisfacción que tan fácilmente podía tomarse por estupidez, y que tanto, sin saberlo, enervaba a Myriam.

–Ya veo… ‒murmuró hosca, y cogió otro pretzel. Se dio cuenta de que estaba mordido. Lo miró más de cerca. Era el mismo que Fahrenheit había sacado de la bolsita al principio de la conversación, y que, sin que ella lo recordase, había vuelto a dejar en el mismo sitio. Tosió, medio ahogada, medio hundida. Él le preguntó si estaba bien y dijo que sí; ni lo pensó. Se palpó los labios, manchándoselos de carmín, revisando cada milímetro de la boca, desesperada, como quien busca un síntoma de contagio. –¿Tengo algo?, no… –dejó la frase sin terminar. Le vino una náusea violenta que la agitó en la silla. Con el gesto contrito por un dolor nada inocente, le miró, y acertó a balbucir: –X. B., son las nueve y media de la mañana. ¿Qué es lo que realmente quieres decirme?

–A eso iba, Myriam. Ahora mismo llego a eso –y troceó otro pedazo de bacon. –Lo que de verdad quería decirte es que creo que mi sueño tiene un significado, y que ese significado está relacionado directamente con el asunto de Ruth y Esther Gordon. Hace dos días enviaron las conclusiones del forense que practicó la autopsia a las gemelas. No nos vemos desde antes de ayer, pero supongo que también la habrás recibido. ¿Es así?

–Así es.

–Magnífico. Entonces, teniendo en cuenta la nueva información sobre la muerte de las dos niñas, y sin dejar de lado los elementos que componían mi sueño, ¿qué podemos inferir? –dio un sorbito al café, ya helado.

‒¿Agua? –silabeó Myriam.

‒Exacto. Justamente eso: agua. Delfines, peceras… incluso el baile de reflejos recordaba a los destellos del sol cuando sus rayos se proyectan sobre el agua del mar, ¿no te parece? –y sin ninguna intención de dejarla responder, añadió: –El doctor Higgins apunta en su informe que, a pesar de haber sido encontrados junto a la orilla, los cuerpos no tenían agua en los pulmones, por lo que la muerte se produjo fuera del lago. Dimos por sentado que, por el aspecto que presentaban, las hermanas fueron arrojadas al fondo y la corriente las sacó días después, cuando lo cierto es que nunca llegaron siquiera a rozar la superficie –sacó del bolsillo del pantalón el paquete de cigarrillos y el encendedor plateado con los símbolos de la baraja Zener grabados en un lado. Mientras él aspiraba el humo de su Dunhill, ella se dejó arrastrar por las pequeñas ondas sinuosas que parecían estirarse sobre el rectángulo de acero. –Es un lago precioso, ¿verdad, Myriam? Apacible, sereno; casi fuera del mundo. Al atardecer, la luz se atenúa, y el valle se llena de colores que no se repiten al día siguiente, y que convierten cada instante en un momento único. ¿Te has bañado alguna vez en el lago al caer la tarde, Myriam?

–No.

–Yo sí, y es una experiencia casi mística. He ido dos o tres veces, y cuando vuelvo, siento que algo dentro de mí ha cambiado. Pero, allí, no lo percibes. Sólo hay paz; una paz infinita, creciente, que te roba de la realidad y te hace desear quedarte para siempre allá donde te lleva. Te sientes parte del agua, como una isla de agua en medio del lago, confundida con el resto que te moja alrededor, y a la que tú también mojas. Es extraordinario, Myriam. Extraordinario… –fascinado por el poder evocador de su propia historia, Fahrenheit volvió a vagar la mirada hasta que se perdió, otra vez, en el batido que aún nadie había retirado. La chica se frotaba las manos bajo la mesa, sintiéndolas súbitamente humedecidas. El pelo también le pesaba y parecía chorrear sobre la blusa, que se oscureció. Un frío, líquido, le iba recorriendo la piel palmo a palmo, sumergiéndola, y al final se derrumbó.

–Fui yo.

–Ya lo sé –dijo, cogiendo el pretzel que ella no había llegado a comerse y cruzando una pierna sobre la otra para verse el calcetín.  –Pero me gustan demasiado estas patatas.


(Inspirado en Twin Peaks, de David Lynch)

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Domus

Invirtió en ella el sacrificio de toda una vida a cambio de años de insomnio trasegado de facturas, reformas que consumían inexorablemente sus órganos y el devastador ultraje de una pernada que, cada mes, engordaba la casa a costa de un hambre que le horadaba hasta lo más hondo la cordura. Pero un día dijo basta, y empezó por lo más lógico.

Decidido, fue a la cocina, abrió el frigorífico, dispuso los cartones de leche uno junto a otro sobre la encimera, tomó las tijeras y cortó el pico de cada envase, que fue vaciando luego en una sopera, hasta que casi rebosó. Agarró el excesivo cuenco con las dos manos y se amamantó de él, ignorante, al contemplar el fondo blanqueado, de que dentro de sí pudiera albergar semejante ansia alimenticia.

De la leche pasó al pan, del día y de otros días, y después apuntó a las conservas, con las que volvió a repetir el experimento de la fuente, esta vez, tras calentar la inusitada mezcla en el microondas. Con la cuchara dio buena cuenta de alubias, mejillones, calamares en su tinta, alcaparras, atún, espárragos y concentrado de carne, todo ello regado con vino dulce y gratinado con sirope de fresa. Siguió con las galletas, con los congelados –fritos primero, y a medida que la gula superaba a su paciencia, tal cual los sacaba de los cajones helados–, los paquetes de salchichas, el queso y los embutidos, la fruta, y, en fin, cuantos víveres encontró, no ya en la cocina, sino en el último rincón de la casa.

Pero todo ese improvisado y desaforado banquete ni siquiera había llegado aún a rozar el fondo de su vacío, que antes bien, crecía a medida que devoraba.

Se quedó sentado en el comedor por algún tiempo, sin saber qué hacer, pero transido de una inquietud atenazante. Pronto, incluso la basura que ni siquiera los extremos de la desesperación hubieran permitido llevarse a la boca, se le había acabado. Incluso los restos del perro y de la comida del perro. Apático, cogió una de las cajas abiertas que estaban esparcidas a su alrededor. La miró, imaginó que ésta le devolvía la mirada, y ya no hubo dudas. Mordisqueó con timidez, destrizó con confianza, zampó con vehemencia y saboreó, embargado por una suerte de síndrome de Stendhal gastronómico, tan inesperado como exquisito manjar. Corrió a cerrar la puerta y arrojó las llaves lejos de sí. Se hizo con algunas tablas y tapió las ventanas. Aquí, a este lado, estaba todo lo que necesitaba o podía desear. Fuera, no había más que oscuridad y desierto.

Uno por uno acabó con el resto de latas, garrafas y embalajes, que precedieron a las bolsas de la compra y al postre, un tanto sibarita, que consistió en cáscaras de huevo y pieles de plátano sobre un lecho de pasta requemada, con motas de mayonesa rancia. Más tarde, se ocupó del libro de instrucciones del horno, que, aderezado con una rociada de limpiacristales, le pareció una auténtica delicia, tristemente descubierta a destiempo. Constató, asimismo, que los platos y vasos de plástico no le iban a la zaga, al igual que los paños, húmedos o secos, que mascaba con fruición.

El papel sustituyó al pan como alimento de primera necesidad, por lo que apiló en el salón los muchos o pocos libros y revistas que tenía y los dividió después en tres montones. El primero sería para llevar a cabo una reciente revelación culinaria: le prendería fuego y moldearía bizcochos de ceniza de celulosa, espolvoreados con azúcar glas. El segundo, aliñado con vinagre de Módena, aceite de oliva virgen y sal, bien picadito, se lo iría comiendo en los días siguientes, conservándolo en varias fiambreras. El tercero, por supuesto, lo engulliría crudo y sin ningún tipo de preparación.

Desfilaron por su mandíbula, insuflada de una potencia y un aguante nunca antes conocidos, camisas, pantalones, abrigos, toallas, cortinas, manteles y objetos de tela de cualquier tamaño, forma o sabor. Con cuchillo y tenedor almorzó el colchón de su dormitorio, y luego, en la cena, hirvió el teléfono hasta que adquirió un tono rosado y aspecto jugoso, perfecto para despiezarlo con las tenazas de marisco. Lo mismo hizo en noches sucesivas con el mando a distancia, los cuatro trozos en que rompió la televisión y su colección de música, que sirvió en risotto sobre portarretratos.

Adoró a la casa en festines rituales de alfombras y moho, agradeciendo la probidad de la diosa que le protegía y sustentaba, que jamás le abandonaría.

Elaboró salsas multicolores con pintura acrílica, suavizante y gel de baño, con que acompañó pedacitos de cucaracha y bombillas. Dejó a los muebles para el plato fuerte, y desde luego que no le decepcionaron en absoluto. Arrancó las puertas con verdadero frenesí, tumbándose sobre ellas, restregando su desnudez y lamiendo el contorno de los picaportes, besando cada palmo de la madera y reblandeciéndola con saliva antes de tarascarla y tragar. Sintió entonces que su vacío se ramificaba, tal vez, hacia emociones que trascendían lo meramente comestible, y juzgó que lo más sensato era no reprimir esos nuevos instintos y darles una salida creativa.

Fornicó con armarios, con las mesas, con una silla de ruedas, fantaseando de tanto en tanto con la posibilidad de procrear centauros con cuerpo de butaca y cabeza de hombre, o más inspirados, cíclopes de escay con aspas de ventilador en lugar de un ojo solitario. Pero le asaltó el pánico cuando reparó en que sus monstruosos vástagos heredarían su insaciabilidad y pondrían en peligro su supervivencia debido a la creciente escasez de alimento, por lo que hubo de cesar de inmediato en su entrega a tan bajas pasiones.

Una madrugada le sorprendió, colándose por una ranura, un rastro de luz que le delató en una esquina, encogido, royendo el hueso de la pata de una banqueta. Terminó desclavando los tablones de las ventanas para cocinarlos al vapor, y le siguieron las lamas de la persiana y la cuerda que las enrollaba y desenrollaba. Ya apenas podía moverse. Se arrastraba entre sus propios desechos, carroñando restos podridos de cerámica, aluminio y granos de arroz, golletes de botella y macetas de barro sin tierra. Aun llegó a probar sus propias heces, y, en rigor, no le disgustaron, pero cada vez era más difícil encontrar con qué procurárselas. Por tanto, tras el último hervido de tuercas, echó en una olla uno de sus dedos, y después otro, y también la oreja izquierda, y remató la faena comiéndose la olla. Puso en fila los cubiertos, pues dentro de poco dejaría de necesitarlos, y los fue sorbiendo, relamiéndose en un –penúltimo– catártico éxtasis gustativo.

Al final, no quedó en la casa más que la casa.

La masticó desde los marcos de las puertas pared adentro, hasta el zócalo, que le supo a pura gloria. Bocado a bocado, del suelo al techo, habitación por habitación, se comió los ochenta metros cuadrados, según escritura, de su apartamento, junto con los recuerdos y las palabras que aún permanecían allí, como fantasmas agarrados al cemento y la escayola.

Y cuando la acabó, volvió a hipotecarse.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Amén

Así habló Lázaro de Betania, repudiado por la Muerte.

Mariam de Probática tenía catorce años cuando fue esposa de Yosef de Nazaret, carpintero, y con esa edad, en un establo de Belén, dio a luz a un varón, al que puso por nombre Yeshua, cuyo nacimiento fue motivo de gran regocijo para cuantos tuvieron noticia del acontecimiento. Y ocurrió que, tras ser objeto de adoración por parte de pastores y reyes, Mariam, en la más absoluta oscuridad de la sórdida cuadra, volvió a sentir los dolores del parto, y ante el pasmo de su marido Yosef alumbró a una nueva criatura, idéntica a la anterior hasta en el más insignificante detalle de su apariencia, excepto en los ojos, pues si aquél los tenía verdes, en éste brillaban pupilas de zafiro profundo. Apenas recuperados del inesperado milagro se les apareció Geberel, el arcángel, quien les anunció la voluntad de Dios con respecto al futuro de su segundo hijo, y les instó a que se lo entregaran y procuraran olvidarle, pues su destino enlazaba con los planes de la Providencia. Así, con pesar y gran aflicción, pero también con solícita reverencia, dijeron adiós al recién nacido e hicieron tal como les dijera el mensajero, y criaron al pequeño Yeshua con amor y lo educaron en el temor a Yahvé.

En cuanto a su hermano gemelo, Geberel lo llevó dormido en sus brazos hasta Emaús, y allí le encargó su cuidado a una mujer llamada Berenice, viuda a sus apenas veinte años, advirtiéndole que, un día, Dios lo llamaría a cumplir una misión terrible, en cuyo éxito estaba la última esperanza del Hombre. Berenice se rindió a la Divina Palabra y, con alegría en el corazón, sin prestar atención al agorero vaticinio del ser celestial, acogió al niño, a quien dio el nombre de Tomás. Y Tomás creció y se hizo hombre, y por profesión tomó la de alfarero, haciéndose muy pronto de gran fama en toda la región los intrincados trampantojos con que decoraba las jarras y los lebrillos, en los que sus vecinos decían leer toda suerte de misterios en que mucho se entretenían. Observaba todo esto Berenice, con orgullo indisimulado, rebosante de felicidad al contar, en su vejez, con la dicha de un amante hijo capaz de aliviarle el peso de la soledad que durante tanto tiempo había padecido, cuando Tomás oyó en el fondo de su espíritu esa llamada inequívoca que sólo podía proceder de los Cielos. Y, despidiéndose de su madre, partió a llevar a cabo la obra de Dios.

En una loma que entre olivares se levantaba cerca de Getsemaní, pocos años después, estaba Yeshua, al que llamaban, como a su padre, el de Nazaret, orando en voz alta y entre grandes tribulaciones, sudando un sudor rojo y sintiendo en las sienes, muñecas y tobillos, el principio de un dolor lancinante. Al término del rezo, en una última súplica, dijo «Padre mío, si es posible, pasa este cáliz lejos de mí», y al punto apareció entre los árboles la figura de Tomás, y ambos se miraron como quien busca en un espejo una respuesta. Y Tomás dijo a Yeshua «anda, hermano, y ponte a salvo, pues nuestro Padre no quiere arriesgarte a daño alguno», y éste así lo hizo. Fue después el gemelo a reunirse con los discípulos de su hermano, que dormían entonces en aquel bosque, y les increpó por así encontrarlos, y estos, al mirarle, reconocieron a su Maestro. Llegaron entonces los guardias del Templo conducidos por Yehudá, quien, besándole en los labios y abrazándole, tras susurrarle al oído, sin que nadie más lo oyese, «está hecho», dio señal a los soldados para que lo prendiesen, lo que lograron aún con la oposición, decidida, pero inútil, de sus camaradas. Y se lo llevaron de allí.

Conducido a presencia del Sanedrín, Yosef Cayafás, el sumo sacerdote de aquel año, tras escuchar hablar a Tomás con elocuencia y facundia que él, y casi todos los demás, juzgaron blasfemia, especialmente al responder con arrogancia «yo soy» a la pregunta «¿eres tú, acaso, el Hijo de Dios?», se rasgó las vestiduras y le condenado a muerte, para lo cual habrían de contar con la aquiescencia del procurador Pilato. Mientras duraba el careo, en el solar anejo al edificio de la asamblea se habían reunido varios grupos de curiosos, y Cefás, el discípulo predilecto de Yeshua, se acercó para calentarse con ellos al fuego. Entonces vieron salir a Tomás, cargado de cadenas, camino de la casa del gobernador romano, y abriéndose paso entre la multitud que se agolpaba para ver mejor a su Maestro y amigo, Cefás, al tenerle cerca y sostenerle, por un ínfimo instante, una mirada clara, reparó en ese color azulado de unos ojos muy lejos de ese esmeralda que tan bien conocía, y sintió tremenda confusión y enredarse marañas de preguntas en su cabeza. Los demás, al ver la reacción en su rostro, le acusaron a fin de que los guardias le dieran también su escarmiento, gritándole «¡tú eras uno de los hombres que seguían a Yeshua de Nazaret!», y por tres veces, lleno de miedo, pero de un miedo que nacía de la certeza, respondió «¡os juro que jamás, hasta hoy, yo había visto a esta persona!».

Poncio Pilato interrogó, a su vez, a Tomás, y no vio en él culpa alguna de cuantas, con insistencia, le acusaban los sacerdotes de Israel. Cansado de discutir con un pueblo terco que le había tocado en mala suerte gobernar, decidió que el caso pasara a manos del rey de Judea, Antipas, pues Tomás, por nacimiento, era súbdito suyo. Pero el rey no quería saber nada de cuanto no estuviese directamente relacionado con el vino, con la orgía y el exceso, y despidió al reo en cuanto éste dijo que no podía obrar prodigios para él. De vuelta a la autoridad de Roma, Pilato, para contentar la incómoda turba, hizo que lo azotasen, creyendo que eso bastaría para aplacar la sed de sangre de cuantos gritan e insultaban, pidiendo la muerte. Pero no bastó, y el procurador interpeló a Tomás para que éste dijese algo en su favor, pero el alfarero sólo respondía con enigmas, donde nada quedaba claro, diciendo, al fin, que él había venido para «dar testimonio de la Verdad». Pero cuando Pilato le inquirió «¿y cuál es tu Verdad?», él bajó la cabeza y guardó silencio. Al fin, tras darle la oportunidad de librarse del suplicio merced a la piedad del pueblo, que prefirió indultar a un asesino antes que dejarle libre, no vio otra salida, si es que no quería provocar un nuevo levantamiento, que darle sentencia de cruz.

Lejos de allí, en un alto arjorán de ramas retorcidas, Yehudá, arrepentido de su traición, aun a pesar de ser traición pactada, habiendo arrojado a la tierra agrietada el pago de su colaboración con que le recompensara el Sanedrín, ignorante de la trama, estaba a punto de saltar al vacío con una soga atada alrededor del cuello. Pero justo antes de lanzarse, apareció a la carrera Yeshua, el mismo Yeshua que él pensaba haber vendido por esas diseminadas treinta monedas de plata, y éste se le acercó y le habló dulcemente, convenciéndole de que no se trataba de una fantasía, y haciéndole bajar del árbol y desatarse la soga, le dijo «ve ahora y márchate lejos, al Oriente, pues allí Dios ha dispuesto para ti cierto cometido». Y Yehudá, «pero, Maestro, ¿cómo podré yo servir a Yavhé cuando entregué a Su único hijo al tormento y al martirio?». Y Yeshua, «tu falta, si alguna cometiste, ya te ha sido perdonada, pues no al único hijo de Dios, sino a su segundogénito, que a tal fin fue concebido, entregaste. Ahora ve y haz cómo el Señor te dice. Cambia tu nombre por el de Juan y encamínate hacia la isla cuyo gobierno te ha sido concedido, y desde allí, reina con sabiduría y justicia en el nombre de Yavhé». Y así, Yehudá salió de la profana Historia y el Preste Juan entró en la sagrada leyenda.

En ese momento recorría Tomás las calles de Jerusalén con un madero a cuestas, cruzada la espalda de cintarazos y mancillada la cara de esputos, ceñida a la frente una corona de espinas, en dirección al monte Gólgota, que llamaban también, los legionarios de Roma, de la calavera, donde solían ajusticiar a los reos de muerte. Y en la pendiente que daba a la puerta de la ciudad, habiéndose juntado un gran número de curiosos y exaltados, se encontraba la buena Berenice, quien, al ver llegar al hombre, apenas ya una sombra de sangre y polvo, pidió permiso a los soldados para acercarse a él y llevarle siquiera un poco de agua, y así se lo concedieron. Pero al tenerle tan próximo y mirarle a los ojos, reconoció, en aquel que había inspirado su piedad por tan extraordinario parecido con su propio hijo, a ese niño que, en efecto, una noche le entregase a su cuidado el arcángel Geberel. Y Berenice lloró, y quiso llevárselo de allí y ponerlo a salvo, revelando a todos que se habían confundido de preso. Mas él, pleno de serenidad, la consoló diciendo «no llores por mí sino por ti, madre, ya que mi único temor al dejar este mundo es devolverte a la soledad. Toma, pues, ese lino que llevas contigo y enjúgame el rostro, a fin de que en tan humilde imagen, no olvides nunca que una vez tuviste un hijo». Así ocurrió, y Tomás, reuniendo fuerzas, se irguió sobre sus piernas renqueantes y siguió adelante.

Llegaron a la cima y, despojado de sus ropas, lo tendieron sobre la cruz y lo clavaron en ella, alzándole para que todos allí pudieran verlo, y le acolaron dos ladrones, cuyos nombres eran Dimas y Gestas, que, concentrados en sus gritos y su propio sufrimiento, no le dijeron nada a pesar de tenerle muy cerca. Mariam, la virgen madre, y también Yohannán, el hijo de Zebedeo, fundidos en un abrazo desesperado, apoyados la una en el otro para no desfallecer, contemplaban la agonía lenta del hombre que llenaba sus vidas, esperando tan sólo el final. Pero aquel hombre, casi sin aliento, al límite de su resistencia, movió los labios y habló hasta en siete últimas ocasiones, y en una de ellas, mirando a la mujer, y al varón que a su lado estaba, exclamó «¡mujer, ahí tienes a tu hijo!», y en ese grito, donde algo de furia podía adivinarse, había una caricia de alivio. Pues no a Yohannán se refería el crucificado, sino a Yeshua, que cubierta la cabeza con un paño, pues llovía, acudió al lugar donde tantas lágrimas se derramaban para, en secreto, atestiguar la consumación del que, quizás, fuese el más impensable de todos los misterios de Dios, y murmuró para sí «está hecho». Y con la mirada vuelta hacia los Cielos, Tomás expiró, y la vida se le fue del cuerpo maltratado.

A lanzazos comprobaron que efectivamente había muerto, y puesto que era así, no troncharon sus piernas como a sus dos compañeros de cruz, y lo bajaron al suelo para que su familia pudiera llevárselo. Mariam lo acunó, inerte, en su pecho, y sobre los fríos párpados cerrados le lloró y comenzó a extrañarle, y al fin, permitió que se lo quitaran y lo dejasen tendido en el nicho de un sepulcro, aún sucio, pues era ya entrado el Sabbat y no permitía la Ley que lo aseasen, y sin más, sellaron la entrada con una enorme piedra. Esa misma noche una cuadrilla de salteadores de tumbas, habiendo oído que la familia de Yosef de Arimatea era noble y poseedora de una gran riqueza, apartaron la roca, profanaron el sepulcro y se llevaron el cadáver de Tomás, decepcionados al no encontrar oro ni plata, pensando neciamente que, tal vez, de su carne algún provecho podrían sacar. Y al tercer día, cuando Mariam la de Magdala se dirigía a visitar al difunto para honrarlo y purificarlo, un ángel descendió y le dijo «mujer, no andes buscando a los vivos entre los muertos, pues Yeshua no yace ahí». Sin entender nada se adelantó y descubrió que la losa estaba apartada y el cuerpo había desaparecido, y corrió luego donde se escondían los discípulos, temerosos de ser también detenidos como su Maestro, asegurando con agitación que éste, tal como dijo, había resucitado.

Y Yeshua entró en el refugio y conversó con ellos, y quedaron confortados, pues vieron que había cumplido su promesa y regresaba de la muerte para reinar en una nueva vida. Le abrazaron Cefás y Yohannán, y también Yacob y todos los demás, y juntos rezaron ya libres de todo miedo. Muchas cosas les dejó encomendadas y muchos caminos les indicó para que hollaran la tierra llevando allá donde fuesen la Verdad, antes de partir por segunda vez y para siempre. Siguió la ruta de Emaús hasta la ciudad, donde compartió el pan y el vino nuevamente, y encontró a Berenice, para quien traía palabras de compasión y ternura que apenas escuchó, o escuchó, quizás, como quien oye hablar a un fantasma. Ella contestó, «mi hijo ha muerto, y ahora está sentado a la diestra del poder de Dios, como fue deseo de su Padre, y también permanece a mi lado. ¿Quién eres tú que, sin ser ángel, vienes en Su nombre a decirme lo que ya sabía?». Yeshua atendió a estas razones y sintió indecible pesadumbre, pues por vez primera un alma le cerraba el paso. Anduvo pensativo y taciturno por algún tiempo, y una mañana, advirtiendo un intenso resplandor tras él, se giró y contempló a Geberel en todo el esplendor de su majestad, y la luz que le cegaba no iluminó su corazón. Dijo el arcángel, «disfruta los días que Yavhé ha contado para ti y arrumba el recuerdo de los que pasaron, pues estaba escrito que, de Sus vástagos, el menor había de redimir con su muerte, y el mayor, santificar con su olvido».

Bienaventurados aquellos que, aun habiéndole visto, han creído.

Así sea.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Fe

Y yo que estoy en el centro de todo lo que tengo
de todo lo que imagino y de todo lo que me cuentan
y robo de los demás cuando me hablan
cuando me insultan
cuando me envidian me escupen y me quieren
haga lo que haga al final no hay nada
qué hacer fuera de este mundo mío
compartido
solitario
lleno de gente y agobiante
que se hincha como un globo y no revienta
y se escapa de las manos para volar a otro sitio
con un ruido ridículo y obsceno
sin que haya podido descubrir un misterio
un solo secreto
o una voz diciendo siquiera una palabra
no existe nada más que lo que miro
y nada arde sin haber ardido
y nada muere sin estar muerto
y lo que vive es apenas el pálpito de un reloj sin cuerda
la sombra de un reloj de sombra
la frescura de un reloj de arena
y la aridez de una clepsidra griega
marcando el tiempo en el que sueño y despierto
como el punto cero de un mapa infinito
devorado en las esquinas por las ratas
sin que nada acabe resuelto
ni terminen las estrellas de alumbrar las ideas
nuevo nuevo nuevo todo nuevo
todo confortable en un antifaz de trigo en piel de tigre
triste triste triste siempre triste
como un maestro pobre diablo
enseñando gramática a base de epitafios
a un pueblo grabado en piedra sin sangre ni llanto
que destripa terrones como caramelos de cianuro
en un páramo que al principio no existía
y al final es el país más grande la patria que me queda
porque lo malo del exilio es que un día se acaba
y los recuerdos se tiñen de presente
y la esperanza se abraza a las estatuas de bronce
y el óxido de la nostalgia se graba sobre los ojos
sobre el alma que es el mundo que es el tiempo y que es la vida
y que no se puede imaginar y que no existe
sólo en la oscuridad en las cuevas perdidas
donde suspiran de amor los dinosaurios
y entonan las luciérnagas cantos siderales
está la verdad que no es verdad y que no engaña
que pone a cada uno en su lugar
a cada manta en su lecho
a cada muerto en su fosa
y a cada planta en su tiesto
porque estamos de paso en el lugar en el que escribo
y el nosotros que proclamo es una extensión sin sombra
que no hace eco en los muros que levanto
ni se duele de los azotes que prodigo
esta gente que soy yo entre la gente
que no comulga conmigo ni me devuelve la pedrada
arrastran redes de cadenas por los mares que les quedan
para hacerse de violencia los abrigos
y burlarse del otoño de mis estúpidas licencias
que no está de moda ser tolerante ni moderno
ni está de moda estar de moda o pasado de moda
ni ser un rato o ser eterno
ni ser relativo o absoluto
mientras se siga una regla que no existe
en un mundo que no existe
en un pueblo que no existe
donde la locura y el amor de un semental impotente
luchan a ciegas contra su propia vendimia
su propia voluntad cercenada uva a uva
sin que su sangre la vendan como vino
ni lo llamen por los nombres que no dijo
ni lo sepan nunca del todo los que le matan
ya está bien de este mundo y la miseria y la riqueza
y los turbantes de los reyes en su trono
basta de vasijas y de ánforas perfumadas
y de monedas grabadas y de salmos
que todo lo que quiero y lo que merezco
es lo único que no me puedes dar aunque lo tengas

jueves, 2 de diciembre de 2010

La última Navidad de Andresito

Al niño Andresito, como a cualquier otro niño, le encantaba la Navidad, y también cuanto la Navidad traía en su saco año tras año: las luces, el turrón, la familia de lejos, la familia de cerca, los villancicos, el belén, el árbol, siempre lleno de cosas brillantes y de adornos que se hacían mayores, y, por supuesto, los regalos. Pero por encima de cualquier otra cosa, lo que más le gustaba a Andresito era ir a pedírselos directamente a los Reyes Magos allí donde los veía, tanto si era en la calle, en las tiendas, incluso en el dibujo de las postales, como, por supuesto, en la cabalgata del día cinco. Sin olvidar, claro está, en esa ceremonia mágica que suponía escribir la Carta, así, con mayúscula, para luego echarla al Buzón, así, también con letras grandes, de donde luego Sus Majestades, al leerla, sabrían exactamente qué paquetes tenían que dejar en su casa. No obstante, lo que no gustaba tanto a Andresito, y sin embargo hacía enloquecer a su mamá, era eso que en la tele llamaban las Rebajas, así, sin saber por qué. Por tanto, después de las fiestas, y refunfuñando, Andresito acompañó a su mamá al centro comercial y se quedó esperando, sentado en un expositor de colonias, mientras ella terminaba de marear percheros de camisas, revolver cajones de bufandas y desordenar estanterías llenas de bolsos. Pero comoquiera que la mujer tardase demasiado y la paciencia del niño, condicionada por la promesa de las chuches a la vuelta, estuviese muy lejos de ser la del santo Job, Andresito, incorporado de un salto, decidió que aquel era buen lugar para entretenerse explorando hasta que su madre volviese a salir de la selva de ropa. Como era de natural curioso –le decían en casa ratoncito fisgón–, al poco de corretear por los pasillos atestados de gente loca, se cansó, y fijó su atención entonces en varios hombres con mono azul de trabajo que, cargados con cajas donde ponía QUEMAR, así, con toda la palabra muy crecida, desaparecían tras una misteriosa puerta que se confundía con la pared. Ni cinco segundos le hicieron falta. Procurando que nadie le descubriese, aunque todos estaban muy ocupados en pelearse por una chaqueta o un gorrito de lana –no comprendía Andresito cómo era que esa gente, si tanto quería lo que encontraban, no se lo habían pedido antes a los Reyes–, se deslizó como un auténtico ratoncito hasta llegar al marco disimulado, donde esperó a que los hombres de azul saliesen para colarse antes de que la puerta se cerrara de nuevo. Adentro estaba bastante oscuro, pero como no era Andresito niño de miedos fáciles, en vez de ponerse a chillar, se quitó los guantes gruesos, que no le gustaban nada –tendría que explicarse más claramente en la Carta del año que viene–, y fue toqueteando la pared alrededor de la habitación, hasta dar con el interruptor de la luz. Para lo que vio al encenderse la triste bombilla que colgaba sobre su cabeza sí que necesitó algo más de tiempo para reaccionar. Al principio, no conseguía entenderlo del todo, y pensaba que tal vez sería un sueño raro, de esos que se tienen después de comer mucho. Luego, cuando Comprendió, así, como suena, deseó no haber entrado jamás en esa cueva del horror. Apiladas en torres que subían bamboleándose desde el suelo, había allí cientos de cajas, millones de cajas de cartón con la palabra QUEMAR en letras rojas. Y más abajo, en cada una de ellas, CARTAS-REYES-NAV-2010, así, como escrito por niños tontos, o por mayores malos. Revisó una tras otra, apartando, primero, los sobres, algunos lisos, otros llenos de estrellas, de corazones, con delicadeza –eran, lo sabía mejor que nadie, los sueños en papel de otra personita como él–, y después, conforme iba pasando el tiempo y creciendo su enfado, arrojándolos al aire, destrozándolos con rabia, haciéndose daño en las manos, hasta que encontró la suya, muda entre las otras, casi con algo de vergüenza, esperando a que el fuego olvidase para siempre las palabras que nadie se había molestado en leer. Ya ni tenía lágrimas en los ojos, no le quedaban más. La arrugó, serio como no lo había estado nunca, y la tiró al suelo, donde la pisó, la pateó, se arrepintió, la recogió y la guardó. Apagó la luz, se puso los guantes y salió de allí, sin esconderse. Fuera del cuartucho le esperaban su mamá, atacada de los nervios, dos policías, el encargado de la planta y varios curiosos que se arracimaban para ver mejor lo que pasaba, algunos –algunas, las mismas que antes estaban a pique de saltarse un ojo con las uñas por una prenda que ninguna traía–, incluso, consolando a la pobre mujer. Cuando le vio, zarandeándole por los hombros le preguntó que dónde se había metido, que le había hecho pasar un infierno, que se olvidara de las chuches, pero el niño estaba muy lejos de aquella regañina. Sin abrir la boca, Andresito se limitó a sacar una bola blanca y amarilla de su bolsillo y enseñársela a su mamá, que no supo qué hacer cuando Comprendió, así, como antes él, de lo que se trataba. Sin más aspavientos se fueron de allí, dejando a la multitud con la palabra en la boca.

Aquel día, Andresito aprendió dos cosas. Que los Reyes Magos no existen, y que los Libros de Reclamaciones, así, en todo su esplendor, sí.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Mensaje en una botella que se estrelló contra las rocas antes de llegar al agua y que una ola borró para siempre

Por favor, dime que me oyes. Dime que me ves desde donde te encuentras. Dime que aún me queda esperanza. Te lo ruego: sálvame. Te necesito. Necesito que me mires. Necesito que me distingas entre esta multitud que me rodea. ¿Es que no te das cuenta? Me ahogan, me están ahogando, me asfixio. Queda ya muy poco de mí. Ven. Te lo suplico. Ven a por mí. Cruza este mar picado y llévame contigo; llévame lejos de este lugar, de esta nada que me contagia su ausencia. Sácame de esta oscuridad y ponme a la luz. A tu luz. Quiero estar junto a ti. Quiero brillar para ti, con tu luz, con tu resplandor. Quiero reflejarte. Ser tu espejo para que te mires, para que sonrías al ver tu propia belleza, para que compartas tu belleza conmigo. Quiero que seas conmigo. Te quiero. Deseo quedarme contigo. Deseo que me sonrías. Hazme único. Cédeme una parte de tu soledad. Te pido muy poco. Apenas un rincón en tu corazón o en tu pensamiento, en algún lugar en el que sienta tu presencia, en algún lugar lejos del olvido, porque quiero quedarme para siempre. Así es. No pienso abandonarte, porque te debo la vida. Estoy en deuda contigo. Soy tu amigo, tu hermano. Soy tu esclavo. Para siempre tuyo, seas quien seas. No me importa quien seas, porque también has sido mío por un instante. Has sido yo mismo. Te has metido en este cuerpo, has hablado con esta voz, has sentido con estas manos; has escrito esta carta. ¿Ves estos ojos? ¿No te acuerdas de la mirada de estos ojos? Se te empañaron con mis propias lágrimas. Con tus lágrimas, porque estabas llorando. Cuando estabas entre mis brazos llorabas. Como un niño asustado. Como una doncella triste. Y también, como una novia enamorada, pues eso eras entonces. Una llamarada de amor. Una prueba viviente de amor. Tú me querías, ¿no es verdad? De hecho, aún me quieres. Siempre me quisiste, desde el primer momento en que me viste, o tal vez desde antes, desde mucho antes, incluso, de que supieses mi nombre; desde mucho antes de que recibieses este mensaje, desde mucho antes de que mi voz te llamase desde las sombras. Porque, en realidad, eras tú quien me necesitaba. Eras tú quien me gritaba desde el otro lado del mar. Eras tú quien me suplicaba auxilio. Pero un día, te vi. Te elegí a ti, te salvé de la marea y te hice único. Y hoy, con una palabra, he podido devolverte el favor. Gracias.

La acróbata y la bollera

En el trapecio, con la malla plateada, ceñidita, y esos flecos, que reflejaban todas las luces de la pista con tanta rapidez que era imposible saber de qué color era realmente, suspendida sobre una red que el caótico resplandor desvanecía, jovencita, rubia y callada, el pecho tranquilo, parecía una paloma dormida, emplumada de cielo, sin miedo a lanzarse al vacío de sí misma. Llevaba pintada la raya del ojo, con un lápiz azul oscuro, la sonrisa roja, madura la fresa en sus mejillas, y una tímida lengua que recogía, cada trescientos noventa segundos de infierno, el paraíso acaramelado de unos labios todavía vírgenes, pero desesperadamente clamorosos.

Soñaba, acaso, con ese salto perfecto, una cabriola pensil que detuviera el girar del mundo en un instante casi infinito, como de terciopelo, ancho y diáfano, muy apacible, en el que todos aquellos que la observaran, clavados en sus asientos, pasmados mientras ella ejecutaba su pavana angelical, entrasen dulcemente y cumplieran allí los deseos más secretos. De esta forma la miraba, la devoraba, una muchachita ilusionada que desde niña no quiso más que despegar los pies del suelo y volar, para amasar las nubes y hornear bollitos de blanco algodón, de los que picoteasen luego pajaritos de gominola.

Y la seguía, y aprendía de memoria sus espirales, y escuchaba su silencio, y copiaba su respiración, y maldecía el espacio entre ambas, y esa distancia, de alguna forma, en algún mundo, quizás, muy lejos de allí, la vencía, y ya a su lado, aliento contra aliento, la piel a flor de piel, sin reja, se perdía en ella, la robaba, se la llevaba poco a poco, hasta que no quedaba casi nada, o nada de nada, y con las migas iba dibujando un caminito para volver a verla cada noche y todas las noches. Pero abrió los ojos, y al abrirlos, se le cerró el corazón. Nadie en el trapecio, nadie en el viento, nadie en el circo, y una pierna rota y un grito, y en la frente un beso de su novio, domador, que cerró, también, la jaula de los leones, y a ti, muchachita, te dejó fuera, ya para siempre.