jueves, 28 de octubre de 2010

Las Puertas de Cronos

Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza
(Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel)


A las Puertas de Cronos uno llega siempre por casualidad. No hay inteligencia capaz de prefigurar qué circunstancias han de concurrir para que la senda que muere en el rico artesonado de ambas hojas de ébano rojo se presente, visible, transitable: dispuesta a desvelar sus secretos. Cuanto pueda haber en el mundo que a ellas dirija está, inevitablemente y por entero, sometido al más genuino albur. Empero, al franquear el umbral, nada cabe concebir que no se adecue a un patrón prefijado, minucioso y preciso, ideado antes ya de la invención del Tiempo. Es allí donde reside el referente que sostiene la validez de toda lógica –que es la Lógica–, permitiendo que el mundo se deleite en infantiles frivolidades (que otros llaman errores) sin correr el riesgo de que la realidad sucumba al Caos.

El universo frenético que alberga esta conciencia latente tiene la forma de un pasillo interminable, interpolado de puertas a derecha e izquierda. Todas esas puertas son iguales: dos metros de alto por ochenta centímetros de ancho, completamente lisas y pintadas en un desconcertante tono verde; guardan entre sí la misma distancia de separación. En la pared neutra, sobre el dintel, puede leerse un guarismo que las identifica, aunque nadie ha podido aún concretar a qué orden se aviene su perversa aleatoriedad. Carecen de pomo o manija, ya que basta empujar con la suficiente determinación para cruzar al otro lado, que son todos los lados y el mismo. La ciencia humana no alcanza más que a suponer un elegante fárrago metafísico para explicar el misterio que comienza a partir de esa decisión.

Antiguos veteranos crónicos –o cronitas, según la intención– blasfeman que incluso la razón suprema que allá habita precisa del solaz que proporciona la incuria de cuando en cuando, para no perderse en sus propios e irrefutables laberintos, y ello es causa de la terrible anarquía que llena sus espacios. Yo prefiero creer que la locura en forma de ciénaga que se extiende alrededor de la cámara más sagrada no es producto de los magníficos defectos de una mente magnífica. (Esto supondría aceptar que incluso la perfección está limitada por las emociones, y que todos nosotros, al fin, podríamos, en algún momento, tener la desgracia de ser considerados perfectos) Me consuela más la hipótesis –criticada ferozmente por muchos– que propone la incoherencia, la brutalidad, como el componente más sublime de un plan urdido para recibir la Verdad como recompensa a una innombrable ordalía. Por medio de esta catarsis el dolor intenso hace intensa la respuesta, que es una cifra.

La máquina que calcula este improbable número es infinita e incesante. Junto a ésta, otra que la dobla en tamaño traduce la compleja serie de operaciones a simples piezas de puzle, que un tercer ingenio se ocupa luego de ensamblar en todas sus combinaciones posibles. La imagen que conforma la unión de todas las piezas en su orden último es un ambiguo espejismo, al mismo tiempo absoluto e inconcluso. Cualquiera puede reconocer en él algún rasgo fijo, o quizás un conjunto de elementos que le son vagamente familiares. A partir de estos retazos se evoca una figuración de la totalidad homogénea de la composición, cuyo verdadero y único sentido es el Enigma por contener todos los enigmas. Dentro de la imagen está también la suma de las partes que la forman –su totalidad heterogénea–, no subordinadas al total sino libres y dotadas de esencia propia, cuyo objetivo es fijarse para siempre en un mismo y unívoco plano.

Aventura una teoría, quizás demasiado influenciada por la retórica de la teosofía, que si a alguien, alguna vez, le fuera dado contemplar la imagen hasta sus últimos márgenes moriría en el acto, pues habría mirado los mismísimos ojos de Dios. Otra creencia, y en ella me reafirmo con cierta necesidad de refugio, arguye que el mosaico infinito, una vez acabado su proceso eterno, no es más que un espejo. Esta sentencia, de cuyo silogismo ineluctable resulta una desilusionante tautología –el misterio es el que configura el misterio–, permite aspirar a una visión confortante. Según ésta, el hombre es dueño de su destino y, desde su trono omnímodo, justifica el Tiempo, conduce la Lógica, vence al Caos, aprende la Verdad, desentraña el Enigma y jamás se arredra ante dioses menores. Aún hay noches en que me sueño abriendo esas Puertas sólo para poder volver a cerrarlas.